LA FUERZA DEL GRUPO
El grupo de lectura, del Casal de la Gent Gran de Sant
Andréu, ha querido ser un punto de
unión para aquellas personas que desean, no sólo ejercitar el hábito de la
lectura que también, sino que quieran hacer
a los demás partícipes de las impresiones que les producen las lecturas programadas.
PALABRAS
DE UN NIÑO
Pero pasados los años se ha convertido también en un grupo
de amigas y amigos que se sienten cómodos durante las tertulias y las opiniones de todos son comentadas, compartidas o
debatidas.
El reto de publicar una revista con la colaboración de
todos es una muestra más de la vitalidad de un grupo que ha sabido
adaptarse a cada situación, suplir a los
compañeros que por alguna causa marcharon, regenerarse y hasta crecer.
La lectura de “PAN NEGRO” ha sido para los componentes del grupo como una clave, un
aguijón que ha ahondado en los recuerdos
de una época tan nefasta para los
españoles como la guerra civil y
sus consecuencias.
A mí me ha traído
las vivencias de unos años que, de alguna manera, transcurrieron paralelas al
protagonista Andrés. Igual que a él me tocó vivir con la compañía casi diaria
de una prima de mi edad, otro primo mayor
y el trato con los tíos. (al compartir agricultura y ganadería entre ambas familias) Aunque a diferencia suya con la compañía de muchos hermanos y
hermanas cariñosos y de padres que me querían.
Tuve un maestro que pedía me enviaran a cursar estudios a Granada, ya
que vivíamos en un pueblo de la Alpujarra, lo que se topaba con la dificultad
de financiar enseñanza e internado.
De todos modos mis padres no regatearon esfuerzo para pagarme
los maestros que se podían tener en el pueblo, estudios por correspondencia y
dispensarme de trabajos para poderlos
realizar.
Y transcurridos los años volviendo a lo que pudo haber sido
y no fue, me quedo con la felicidad de guardar las cabras con mi prima,
disfrutar de los amigos de la infancia y permanecer junto a una familia feliz.
De haber podido
realizar los estudios que el maestro aconsejaba, es posible que mi existencia
hubiera sido más útil a la sociedad. Pero en cuanto a mi felicidad se ha de
poner en duda, ya que transité por un itinerario agradable, en compañía de personas generosas que esparcían sobre mí semillas de amor y de
bien. Y además me trasmitían recursos y fuerza de voluntad para poder hacer frente a las adversidades que la vida habría de traer consigo.
Andrés no tuvo tanta suerte, sintiéndose al cuidado de una señora primero, de unos
tíos más tarde, quizá poco arropado y
querido por sus progenitores, lo que le haría decir cuando su madre lo abrazaba
y acariciaba, después de la muerte de su padre,
que: “sin ser consciente, su madre sentía una deuda de haberlo ensañado a vivir sin amor”.“Adivinaba que su madre había podido evitarlo y, que su
padre podía haberse ocupado de ella en vez de salir a la calle y pasarse las
horas intentando arreglar el mundo para que ella no le hubiera tenido que
abandonar.
La consecuencia de aquella vida sin amor fue un ser mecánico,
que haría lo que tuviera que hacer, pero sin pensar en ser útil a los demás ni ser agradecido, y ni
siquiera ser feliz.
Emili Teixidor en “PAN NEGRO” relata los acontecimientos de una época en un lugar
determinado a través de la óptica de un niño, (Andrés), que se ve afectado
por la división de las ideas y los
intereses de una guerra, cuyas consecuencias se vivían día sí y día
también.
Quiero centrarme en
la relación del chico con sus padres y en especial con su madre, lo que piensa
de ella, y de la relación que mantiene con
su padre, en momentos difíciles y
complicados.
La difícil situación hace que Andrés tenga que pasar la
mayor parte del tiempo en la Masía con sus abuelos y compartir situación con sus
primos, Nuria y Quirico.
Y a su modo era feliz, aunque con la ausencia de su padre, (unas veces escondido, otras veces en la enfermería y otras en la cárcel).
Mi madre -decía- tenía una obsesión en la busca de recomendaciones
que pudieran salvar a su marido de la condena a que se veía avocado.
Tanta era la dedicación al único objetivo de aliviar los
problemas de su marido que se olvida de que su hijo sólo era un niño y llega a
tratarlo como si de una persona mayor se tratara.
Tan era así que en su soledad el pequeño Andrés llega a decir: “Nunca perdonaré a mi madre
que el amor por su hombre, un cariño convertido en pasión salvadora, hubiera
expuesto mi infancia a una bajeza humillante”.
Y es que entre mi madre y yo sólo valía la provocación de
lástima ante las personas.
Mi padre era un hombre elegante que llamaba la atención de
otras mujeres lo que provocaba fuertes celos de mi madre que, me hace acompañarlo
para disuadir a las que ella creía podían
aprovecharse.
Mi
madre me había acostumbrado a inspirar
pena a los ricos y a los fabricantes, a comportarme con ellos como una
víctima de las circunstancias de la guerra, a tejer una telaraña empalagosa de
lástimas y buenos sentimientos y conmiseraciones en los momentos que se
detenía a hablar con ellos o contemplarlos como reliquias de la guerra y
ejemplos de la mala cabeza de los revoltosos.
Si mi padre tenía que irse para siempre -decía Andrés- yo
sería el primero en alejarme de él.
Ahora le hacía daño con su larga ausencia.
Su condena me parecía una traición.
Ahora más que nunca, era consciente del vacío de su
presencia. Sentía que le dejaría un hueco imposible de llenar, una brecha para
siempre. Una cicatriz que no se cerraría nunca.
Veía a mi madre conturbada, camino adelante en la
oscuridad, cargada de fardos de ropa limpia y de comida para la cárcel, el
hospital, el escondite, donde fuera que mi padre languidecía. Un padre invisible.
La figura del padre. La voz cálida del padre. La calidez rigurosa de su mano.
Su mirada confiada, Su sonrisa escéptica y burlona.
Las imágenes clavadas en la memoria, una de espaldas con
una gabardina limpia saliendo de la farmacia con un señor, en un atardecer de
otoño, y otra con el mono azul y un jersey holgado riéndose con los mecánicos.
El recuerdo de mi padre. Sólo el recuerdo. Un recuerdo que ya
me abandonaba. Ni el recuerdo podía mantener. El recuerdo también
huía, escapaba, moría. La memoria también muere, comprendí asustado.
La muerte - pensé- era esa quietud súbita, ese
desbaratamiento de todos los hábitos de manera que nadie sabía que gestos
hacer, ni que palabras decir, ni en que lugar colocarse, en la cosa, en el
mundo.
Acompañé a mi madre a la prisión, ella con el capazo de
paquetes y yo agarrado a su mano, como si el lugar entrañara peligros.
Mi madre y yo nos colocamos junto al gentío que esperaba en la
acera. La mayoría mujeres con vestidos negros y pañuelos en la cabeza. Había
algún chiquillo, como yo, con los calzones remendados y la cabeza despeinada
que nos mirábamos con timidez, casi de reojo, como para reconocer que éramos de la misma raza de perdedores, abandonados y
arrojados a las aceras de una ciudad que seguía sin ellos.
A la entrada, los policías registraban todos los paquetes.
A mi madre se le quedaron todos los que llevaba.
Cuando divisamos a mi padre en una ventana enrejada mi madre
se abría paso a empujones y codazos y yo cogido de su mano.
Mi padre tenía los ojos grandes y la cara pálida, flaca,
pómulos y maxilares, encajonados entre los barrotes con las manos agarradas a
los hierros. Al vernos intentó una sonrisa y, los dientes me parecían raídos y
postizos.
Mi madre y yo gritábamos para que las voces llegaran en el griterío que parecía alimentado por una
máquina.
¿Cómo estás? ¿Has vuelto a la enfermería? No te preocupes, que yo no paro. Te traigo
ropa y comida. Tu madre y todos te mandan besos. No te hundas, aguanta,
aguanta, aguanta. Saldremos de ésta… Ya verás como todo saldrá bien.
Mi padre asentía con la cabeza y una mano que soltaba del
barrote, con la cara y los ojos iluminados de un modo extraño, como una
calabaza vacía con una triste vela dentro.
Andrés no pierdas los estudios –decía mi padre-
Mi madre me animó a acercarme y darle un beso y me puso un pañuelo
en las manos para que se lo diera.
Yo me acerqué en dos zancadas, metí la mano por la reja
y mi padre cogió el pañuelo y bajó la cabeza para darme un beso, con la mejilla
rasposa de no haberse afeitado, y la carne era de un color azulado, casi
transparente. Me dejó con rapidez, sin mirarme: ¡Cuida de tu madre!... ¡Cuídala mucho! - me dijo-
Al volver junto a mi madre, el policía me dijo que no
estaba permitido acercarme tanto al locutorio. Entonces supo que no eran
ventanas, eran “locutorios”. Que no cometiera más imprudencias si no quería que
lo pagaran los de dentro. Y que la visita había terminado.
Nos separamos con pena y mi padre me miró dos o tres veces y
levantó la mano con un dedo muy arriba para recordarme lo que me había pedido. Mi
madre y yo lo miramos hasta el último instante.
Aunque este niño no llegara a existir,
pienso que el autor pone reflexiones en su boca algo más profundas de lo normal, seguro que
después de aquella y otras guerras hubo muchísimos niños que padecieron la
desgracia de sus padres y las represalias de los vencedores.
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