sábado, junio 13, 2015

APUNTES PAN NEGRO de Emili Teixidor.


LA FUERZA DEL GRUPO

 El grupo de lectura, del Casal de la Gent Gran de Sant Andréu, ha querido ser   un punto de unión para aquellas personas que desean, no sólo ejercitar el hábito de la lectura que también, sino que quieran hacer  a los demás partícipes de las impresiones que les producen  las lecturas programadas.

Pero pasados los años se ha convertido también en un grupo de amigas y amigos que se sienten cómodos durante las tertulias y las  opiniones  de todos son comentadas, compartidas o debatidas.

El   reto de  publicar una revista con la colaboración de todos es una muestra más de la vitalidad de un grupo que ha sabido adaptarse  a cada situación, suplir a los compañeros que por alguna causa marcharon, regenerarse y hasta crecer.

La lectura de “PAN NEGRO” ha sido para  los componentes del grupo como una clave, un aguijón que ha ahondado en los  recuerdos de  una época tan nefasta para los españoles como  la guerra   civil y sus consecuencias.

A mí  me ha traído las vivencias de unos años que, de alguna manera, transcurrieron paralelas al protagonista Andrés. Igual que a él me tocó vivir con la compañía casi diaria de una prima de mi edad, otro primo mayor  y el trato con los tíos. (al compartir agricultura y ganadería entre  ambas familias) Aunque a diferencia  suya con la compañía de muchos hermanos y hermanas cariñosos y de padres que me querían.

Tuve un maestro que pedía   me enviaran a cursar estudios a Granada, ya que vivíamos en un pueblo de la Alpujarra, lo que se topaba con la dificultad de financiar enseñanza e internado.                          

De todos modos mis padres no regatearon esfuerzo para pagarme los maestros que se podían tener en el pueblo, estudios por correspondencia y dispensarme de trabajos para  poderlos realizar.

Y transcurridos los años volviendo a lo que pudo haber sido y no fue, me quedo con la felicidad de guardar las cabras con mi prima, disfrutar de los amigos de la infancia y permanecer junto a una familia feliz.

De  haber podido realizar los estudios que el maestro aconsejaba, es posible que mi existencia hubiera sido más útil a la sociedad. Pero en cuanto a mi felicidad se ha de poner en duda, ya que transité por un itinerario agradable, en compañía de personas  generosas que esparcían sobre mí semillas de  amor y de  bien. Y además  me trasmitían  recursos y fuerza de voluntad para  poder hacer frente a las adversidades  que la vida habría de traer  consigo.

 Andrés no tuvo tanta suerte, sintiéndose  al cuidado de una señora primero, de unos tíos más tarde, quizá poco  arropado y querido por sus progenitores, lo que le haría decir cuando su madre lo abrazaba y acariciaba, después de la muerte de su padre,  que: “sin ser consciente, su madre sentía una  deuda de haberlo ensañado a vivir sin amor”.“Adivinaba que su madre había podido evitarlo y, que su padre podía haberse ocupado de ella en vez de salir a la calle y pasarse las horas intentando arreglar el mundo para que ella no le hubiera tenido que abandonar.

La consecuencia de aquella vida sin amor fue un ser mecánico, que haría lo que tuviera que hacer, pero sin pensar en  ser útil a los demás ni ser agradecido, y ni siquiera ser feliz.

PALABRAS DE UN NIÑO


Emili Teixidor en “PAN NEGRO” relata  los acontecimientos de una época en un lugar determinado a través de la óptica de un niño, (Andrés), que se ve afectado por  la división de las ideas y los intereses de una guerra, cuyas consecuencias se vivían día sí y día también.  

Quiero  centrarme en la relación del chico con sus padres y en especial con su madre, lo que piensa de ella, y de la relación  que mantiene con su padre, en momentos difíciles y  complicados.

La difícil situación hace que Andrés tenga que pasar la mayor parte del tiempo en la Masía con sus abuelos y compartir situación con sus primos, Nuria y Quirico.

Y a su modo era feliz, aunque con la ausencia de su padre, (unas veces escondido, otras veces en la enfermería y otras en la cárcel).

Mi madre -decía- tenía una obsesión en la busca de recomendaciones que pudieran salvar a su marido de la condena a que se veía avocado.

Tanta era la dedicación al único objetivo de aliviar los problemas de su marido que se olvida de que su hijo sólo era un niño y llega a tratarlo como si de una persona mayor se tratara. 

Tan era así que en su soledad el pequeño Andrés  llega a decir: “Nunca perdonaré a mi madre que el amor por su hombre, un cariño convertido en pasión salvadora, hubiera expuesto mi infancia a una bajeza humillante”.

Y es que entre mi madre y yo sólo valía la provocación de lástima ante las personas.

Mi padre era un hombre elegante que llamaba la atención de otras mujeres lo que provocaba fuertes celos de mi madre que, me hace acompañarlo para   disuadir a las que ella creía   podían aprovecharse.

Mi  madre me había acostumbrado a inspirar  pena a los ricos y a los fabricantes, a comportarme con ellos como una víctima de las circunstancias de la guerra, a tejer una telaraña empalagosa de lástimas y buenos sentimientos y conmiseraciones en los momentos que se detenía a hablar con ellos o contemplarlos como reliquias de la guerra y ejemplos de la mala cabeza de los revoltosos.

Si mi padre tenía que irse para siempre -decía Andrés- yo sería el primero en alejarme de él. 
Ahora le hacía daño con su larga ausencia. Su condena me parecía una traición.  

Ahora más que nunca, era consciente del vacío de su presencia. Sentía que le dejaría un hueco imposible de llenar, una brecha para siempre. Una cicatriz que no se cerraría nunca.

Veía a mi madre conturbada, camino adelante en la oscuridad, cargada de fardos de ropa limpia y de comida para la cárcel, el hospital, el escondite, donde fuera que mi padre languidecía. Un padre invisible. La figura del padre. La voz cálida del padre. La calidez rigurosa de su mano. Su mirada confiada, Su sonrisa escéptica y burlona.

Las imágenes clavadas en la memoria, una de espaldas con una gabardina limpia saliendo de la farmacia con un señor, en un atardecer de otoño, y otra con el mono azul y un jersey holgado riéndose con los mecánicos.

El recuerdo de mi padre. Sólo el recuerdo. Un recuerdo que ya me abandonaba. Ni el   recuerdo podía mantener. El recuerdo también huía, escapaba, moría. La memoria también muere, comprendí asustado.

La muerte - pensé- era esa quietud súbita, ese desbaratamiento de todos los hábitos de manera que nadie sabía que gestos hacer, ni que palabras decir, ni en que lugar colocarse, en la cosa, en el mundo.

Acompañé a mi madre a la prisión, ella con el capazo de paquetes y yo agarrado a su mano, como si el lugar entrañara peligros.

Mi madre y yo nos   colocamos junto al gentío que esperaba en la acera. La mayoría mujeres con vestidos negros y pañuelos en la cabeza. Había algún chiquillo, como yo, con los calzones remendados y la cabeza despeinada que nos mirábamos con timidez, casi de reojo, como para reconocer que éramos  de la misma raza de perdedores, abandonados y arrojados a las aceras de una ciudad que seguía sin ellos.

A la entrada, los policías registraban todos los paquetes. A mi madre se le quedaron todos los que llevaba.

Cuando divisamos a mi padre en una ventana enrejada mi madre se abría paso a empujones y codazos y yo cogido de su mano.

Mi padre tenía los ojos grandes y la cara pálida, flaca, pómulos y maxilares, encajonados entre los barrotes con las manos agarradas a los hierros. Al vernos intentó una sonrisa y, los dientes me parecían raídos y postizos.

Mi madre y yo gritábamos para que las voces llegaran en el  griterío que parecía alimentado por una máquina.

 ¿Cómo estás?  ¿Has vuelto a la enfermería?  No te preocupes, que yo no paro. Te traigo ropa y comida. Tu madre y todos te mandan besos. No te hundas, aguanta, aguanta, aguanta. Saldremos de ésta… Ya verás como todo saldrá bien.

Mi padre asentía con la cabeza y una mano que soltaba del barrote, con la cara y los ojos iluminados de un modo extraño, como una calabaza vacía con una triste vela dentro.

Andrés no pierdas los estudios –decía  mi padre-

Mi madre me animó a acercarme y darle un beso y me puso un pañuelo en las manos para que se lo diera.

Yo me acerqué en dos zancadas, metí la mano por la reja y mi padre cogió el pañuelo y bajó la cabeza para darme un beso, con la mejilla rasposa de no haberse afeitado, y la carne era de un color azulado, casi transparente. Me dejó con rapidez, sin mirarme: ¡Cuida de tu madre!...  ¡Cuídala mucho! - me dijo-

Al volver junto a mi madre, el policía me dijo que no estaba permitido acercarme tanto al locutorio. Entonces supo que no eran ventanas, eran “locutorios”. Que no cometiera más imprudencias si no quería que lo pagaran los de dentro. Y que la visita había terminado.

Nos separamos con pena y mi padre me miró dos o tres veces y levantó la mano con un dedo muy arriba para recordarme lo que me había pedido. Mi madre y yo lo miramos hasta el último instante.

        Aunque este niño no llegara a existir, pienso que el autor pone reflexiones en su boca  algo más profundas de lo normal, seguro que después de aquella y otras guerras hubo muchísimos niños que padecieron la desgracia de sus padres y las represalias de los vencedores.


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