Al
leer el libro “Lluvia Amarilla”
se suscitan en mí muchos recuerdos:
Cuando
Andrés, el hijo del protagonista de se marchó, su padre ni siquiera se levantó
para despedirle; Ya le había dicho que si los abandonaba, y abandonaba su destino, nunca más volvería a
entrar en aquella casa ni volvería a ser mirado como hijo.
Duras
palabras para un joven que sólo buscaba
un entorno mejor donde formar una
familia y, en cualquier caso, no hacía otra cosa que seguir el camino de todos
los vecinos del pueblo. Sin embargo su madre, que sentía su marcha tanto o más
que su padre, le hizo la maleta y le preparó la comida para el viaje. Y es que
las madres son lo más grande de este mundo.
Los
padres, aunque también quieren, acostumbran a imponer sus decisiones. Y cuando
el padre es un sicópata que no quiere ni puede entender las circunstancias y el
tiempo que le ha tocado vivir y, cerrado en su proyecto, renuncia al diálogo y
la comunicación, viendo sólo enemigos en cuantos pretenden cambiar el rumbo de
sus vidas.
Y
piensen ustedes a donde había llegado la cerrazón del protagonista cuando
utilizaba la escopeta para impedir que
unos propietarios pudieran llevarse utensilios y herramientas que les
pertenecían. Y es que en su sin razón,
obcecación y sentimientos maniaco-depresivos había llegado a creer que todo el pueblo le pertenecía y él era el
vigilante que había de mantener su
existencia contra viento y marea.
Yo
también nací y me crié en un pueblo de alta montaña de la Alpujarra granadina y
a primeros de los años 1.960 sentí la necesidad de abandonar el pueblo (Pampaneira
se llama) para buscar en Barcelona otra forma de vida que ofrecían los nuevos
tiempos. Pero se ha de saber que lo
necesario no siempre coincide con lo deseado por lo que a mí me hubiera gustado
seguir viviendo en el pueblo y por supuesto cerca de mi querida madre. Y no
digamos a ella que sentía la separación con toda su alma.
Ambos
entendimos que era lo que el tiempo aconsejaba y nos volveríamos a encontrar
siempre que fuera posible. El cariño y el entendimiento predominó sobre los
sentimientos, en el convencimiento que la separación traería consigo una vida
mejor para mí y mi futura familia.
Y
tantas eran las posibilidades que Barcelona ofrecía que, unos meses después, me
atrevía a pedirles dinero para completar la entrada de un piso, (dinero que
recibí en el menor tiempo posible)
Después
por vacaciones regresaba al pueblo de Pampaneira con mi familia donde lo
pasábamos felices y regresábamos cargados de cariño y frutos de la tierra.
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