Hacía varios años
que ejercía de Comandante de Puesto del Cuartel de la Guardia Civil de uno de
los pueblos de la Alpujarra Alta Granadina, el sargento González. Hombre
prudente que había sabido compaginar desde una aplicación estricta de las leyes
hasta la más benévola de las interpretaciones de las mismas.
Aquella forma de
proceder había sido muy eficaz para mantener la convivencia entre los vecinos
del pueblo que agradecidos, no sólo se deshacían en elogios hacia los componentes
de la Benemérita y del sargento en particular, sino que los colmaban de regalos
de cuantas cosas disponían o cosechaban: corderos, quesos, pollos, huevos,
leña, patatas, hortalizas, frutas...
Aquella forma de
agradecer los servicios de la Guardia Civil
en los conflictos entre vecinos fue configurando unas amistades que a la larga
terminarían siendo perjudiciales para el buen funcionamiento de las relaciones,
entre los que tenían la obligación de arbitrar y a veces imponer normas y los
que las habían de cumplir.
Empezando porque
los guardias y sus familias se habituaron de tal forma a las dádivas de los
vecinos que llegaron a creerse que no se trataba de obsequios, sino de
obligaciones que habían de cumplirse con la puntualidad del mejor reloj suizo.
Y cuando algunos de aquellos regalos se retrasaban, una pareja de guardias se
encargaba de recordarlo.
Y por otra parte
algunos vecinos empezaron a pensar que lo de cumplir la ley no iba con ellos,
puesto que ya pagaban los tributos correspondientes en forma de regalos.
Así una familia de
pastores apodados “los Cencerras” se sacaron de la manga una norma que
consistía en que los caminos oficiales para el paso de ganado habían de tener
ocho metros de amplitud, por lo que se hicieron de una cuerda de esa longitud
que llevaban siempre consigo y extendían cuando les venía en gana para que sus
ovejas llenaran sus barrigas.
También los
taberneros se creyeron en el derecho de permitir el juego y no respetar los
horarios de cierre de sus establecimientos, los leñadores a cortar cuantos
árboles les viniera en gana sin el correspondiente permiso y así todas las
cosas.
Como puede
pensarse la convivencia en el pueblo empezaba a complicarse y las discusiones
entre vecinos era el pan de cada día.
También en el
cuartel se levantaron voces, pidiendo al sargento que pusiera orden en todo
aquello para que la autoridad volviera a ser respetada, aunque sin renunciar a
cuanto les proporcionaba la generosidad interesada de los vecinos.
En aquella
situación se incorporó al Cuartel el guardia más joven que había vestido nunca
el uniforme verde de la Benemérita, un joven esbelto, elegante, inteligente y
sencillo. Un joven que no sabía de trapicheos y, por el contrario, revoloteaban
por su cerebro palabras como cumplimiento del deber, obediencia a los jefes,
respeto al uniforme y servicio a La Patria.
El sargento,
pensando que aquel joven podía ser un estorbo para la continuidad del sistema
de regalos y prebendas decidió concederle una semana de permiso para, al menos,
ganar tiempo y planificar alguna estrategia.
Y mientras esto
sucedía, los vecinos cuyos derechos eran atropellados hacían cola en la puerta
del cuartel para mostrar su disconformidad con la situación, aunque sólo recibían
buenas palabras y algún recordatorio por aquella dádiva que no acababa de
llegar.
Era una situación
en la que la corrupción se había instalado en casi todos los ámbitos del
pueblo, de la que no se escapaba el ayuntamiento y el juzgado, cuyos
funcionarios exigían compensaciones por cualquier gestión que se les
solicitara. Y no digamos para conseguir un permiso de obras, las carambolas que
se habían de realizar con el aparejador, el concejal de urbanismo y hasta el
propio alcalde.
Lo cierto fue que
la semana de permiso del joven guardia
llegó a su fin sin adivinarse siquiera una formula que permitiera
mantenerlo al margen de los desaguisados que se realizaban.
En principio, el sargento
obsto por encomendar al cabo Serafín la tarea de ir preparando al joven guardia
para los servicios que habría de realizar. Así que a Benjamín no le era
permitido hacer ninguna salida en solitario amparándose en que los servicios de
la Guardia Civil se habían de realizar en pareja, incluso las salidas fuera de
servicio las había de hacer acompañado, lo cual no fue obstáculo para que el
joven despertara simpatías y admiración entre los vecinos. Y mientras tanto
Benjamín, ajeno a las maquinaciones del Sargento para librarse de él, seguía
acaparando las miradas de las jovencitas del pueblo y los comentarios por la
elegante esbeltez de su cuerpo. Y no digamos la hija mayor del sargento que
estaba coladita por él.
A la madre de la
chica, la señora Julia, también le caía bien el Benjamín del cuartel. Pero al
sargento, atrapado por las corruptelas
que se habían instalado en el pueblo, recelaba de todo cuanto se refería al
joven guardia. Y cuando oía algún comentario sobre la elegancia con que llevaba
el uniforme respondía que eran mariconadas que la Guardia Civil no se podía
permitir.
Lo cierto de todo
aquello era que al sargento le molestaba cualquier elogio que fuera dirigido
hacia un guardia que no había hecho
mérito alguno.
El caso fue que el
sargento, dejándose llevar por sus impresiones y temores, comenzó a descargar
sobre el joven servicio tras servicio, aunque eso sí; siempre acompañado por el
cabo, un portento de resistencia al que nada le producía tanta satisfacción
como el cumplimiento del deber y el “Todo por La Patria” (que estaba rotulado
sobre la entrada de todos los cuarteles) que Benjamín aceptaba sin cambiar para
nada el buen talante y su agradable sonrisa.
La manera con que
el joven encajaba el exceso de servicio molestaba aun más al sargento que
pretendía provocar en él efectos emocionales adversos y, por el contrario, veía
como se reforzaba su serenidad y sensatez.
Para colmo de sus
desdichas hubo de aceptar que su esposa invitara al joven a tomar una taza de
café y unos dulces el día de la celebración del dieciocho cumpleaños de su
hija. Lo que provocó en el sargento un disgusto fenomenal.
Los guardias
comentaban entre ellos sobre la irritabilidad que padecía el sargento y la
forma en que ordenaba los servicios (algunos de ellos innecesarios) como
pretender que Benjamín, acompañado por el cabo, subieran hasta un refugio
situado a 2.500m. al., en pleno invierno
y con el sendero cubierto de nieve, pero nadie se atrevía a llevarle la
contraria para evitar posteriores represalias.
Por tanto la
programación seguía su curso hasta que se acercaba el día de la subida, en que
el cabo pidió ser recibido por el sargento para persuadirle de la dificultad
que entrañaba aquella subida por la nieve y las bajísimas temperaturas de la
estación invernal.
El sargento con
una voz más alta de lo normal le preguntó:
¿Hasta tú
comienzas a flaquear? Este cuartel ya no es lo que era, lastima ¡tantas cosas
como habíamos llegado a realizar juntos! y ahora hasta el “Duque de Ahumada” se
llevaría una decepción si pudiera vernos.
Mi sargento –dijo
el cabo- estamos ante un servicio que, desde mi punto de vista es tan peligroso
como innecesario, por lo que pido ser liberado del mismo.
Amigo Serafín-
respondió el sargento-¿tú te pones en mi contra y te atreves a cuestionar mi
autoridad?
De ninguna manera -mi
sargento- yo soy un miembro de la Guardia Civil orgulloso de serlo y cumplo con
mi deber con lealtad y hasta con satisfacción, pero al solicitar ser liberado
de la subida al refugio estoy utilizando un derecho, el derecho a mi propia
vida que podría perder en esa misión. Y cualquier vida es suficiente importante
para no ponerla en riesgo, a no ser que sea en defensa de la vida de otros o de
sus bienes, la integridad de la Patria y cualquier otro bien que la pertenencia
al Cuerpo nos obligue a defender.
No se preocupe
cabo que ese servicio lo voy a realizar yo
por lo que desde ahora queda liberado del mismo.
Yo -mi sargento- le
aconsejaría que suspendiera ese servicio para no asumir peligros a los que nada
obliga.
¿Y como quedaría
yo ante el jovencito ese y ante los demás guardias al tener que retirar un
servicio por miedo a realizarlo? Así que salga de mi despacho y no haga ningún
comentario sobre lo que aquí se ha hablado.
El cabo salió
pensando para sí que el sargento se equivocaba en la forma de enfocar aquella
situación y deseando que recapacitara y anulara aquel servicio en el que estaba
también involucrado el joven guardia.
Dos días después
el sargento secundado por Benjamín salía dirección al refugio a pesar de que el
día era desapacible y muy frío. Ambos iban equipados con uniforme de invierno,
su capa correspondiente, guantes, gorro de montaña, botas y polainas. A la
espalda macuto repleto de provisiones, mosquetón al hombro y cartucheras al
cinto.
El cabo, los otros
guardias y algunos familiares les despedían contrariados por lo que les parecía
una cabezonada del sargento y también por las dificultades que entrañaba la
subida.
Ambos
expedicionarios enfilaban el sendero de la sierra y poco después se perdían ante
un manto de obscura niebla.
Al día siguiente
no se hablaba de otra cosa en el pueblo y se preguntaba a la pareja de servicio
si sabían algo de la expedición que, según se comentaba, habían acudido en
ayuda de un grupo de montañeros atrapados por la nieve en uno de los refugios
de la sierra.
Pasado un día más
sin noticia alguna del sargento y su acompañante, el cabo solicitó de la
comandancia un helicóptero que procedió a sobrevolar la Sierra y poco después
divisaban tendidos sobre la nieve unos cadáveres que resultaron ser del
sargento y el guardia..
El rescate de los
cuerpos pudo realizarse utilizando los mismos medios aéreos que los habían
descubierto por lo que, una vez realizadas las autopsias correspondientes, se
supo que los había sorprendido una tormenta de nieve y viento que no la
pudieron soportar aquellos desafortunados servidores de la Patria.
Al cobo le asignaron
provisionalmente el mando del cuartel, pero una semana después, se produjo el robo de diez jamones del
secadero del señor Anselmo.
El cabo,
conociendo la gravedad de los hechos y sabiendo que él particularmente se
jugaba mucho, declaró prioritaria la investigación de los hechos, pero volvió a
cometer la misma equivocación que en anteriores casos, centrar la investigación
y toda sospecha sobre las tres familias más pobres del pueblo a las que se
presionaba con insistencia para que confesaran la autoría de los robos para
librarse de un castigo mayor.
Pero aquellas
familias se negaban a confesar porque sencillamente no lo habían cometido. Y
suerte hubo para ellos que el robo de los jamones se supo por pura casualidad,
al descubrirse unas manchas de grasa en la ambulancia que había traído un
enfermo del hospital, precisamente la noche de la desaparición de los jamones.
Se habían
descubierto los culpables, pero la autoría de los hechos quedó sin castigo y
por lo bajo se decía que los hijos de los Señoritos habían participado, como parte de una de sus aventuras juveniles.
La incorporación de
un nuevo sargento no tardó en producirse. Se trataba de un hombre curtido por
la dureza de los lugares en que había prestado sus servicios y un pasado
legionario del que conservaba un tatuaje en el antebrazo derecho en forma de calavera que
propició que en poco tiempo se le apodara: “El Sargento Calavera”.
Tanto en el
cuartel como en el pueblo se sentía cierta expectación por lo que podía dar de
si un sargento poco hablador.
El sargento dijo a
sus subordinados que todo había de seguir igual por lo que los desmanes
seguían produciéndose como en el pasado
reciente y las visitas al despacho del sargento eran los perjudicados por el incumplimiento
de las normas y las fanfarronadas de quienes hacían lo que les venía en gana.
El sargento
escuchaba las denuncias y quejas limitándose pedirles que le mantuvieran
informado de cuanto anormal fuera sucediendo.
En cuanto a los
servicios, después de unos días reducidos a la mínima expresión y estudiados
los antecedentes que figuraban en los archivos comenzó a salir acompañando una
vez a cada guardia y pidiéndoles que hicieran el mismo recorrido que realizaban
cuando él no estaba con ellos.
Los guardias,
aunque con bastantes recelos, le llevaban a los bares donde se jugaba dinero, a
las casas donde se hacían bailes sin permiso y las majadas de pastores de donde
regresaban con queso gratis para todas las familias del cuartel.
Los guardias impresionados
de que el sargento Justo admitiera todas aquellas cosas sin poner ni una sola
objeción comenzaron a reclamar a cuantos se retrasaban en sus aportaciones.
Aquella aparente
conformidad del sargento con la situación heredada suscitaba toda clase de
comentarios, desde los que se lamentaban de que no se les hacía caso de sus
quejas hasta los que se felicitaban por poder seguir cometiendo tropelías.
Esto fue así hasta
que el sargento creyó oportuno comenzar con su especial forma de actual contra
los infractores de las normas y leyes, por lo que se impuso a si mismo un
servicio nocturno que en compañía de uno de los guardias les llevo directamente
al bar donde se estaban jugándose los cuartos muchos de los padres de familia
del pueblo.
Como estaban tan
acostumbrados a la forma tolerante con que se comportaban los miembros de la
Guardia Civil ni siquiera les inmutó su presencia, por lo que siguieron
haciendo sus apuestas teniendo a los miembros de la benemérita como
espectadores excepcionales.
Todo se
desarrollaba de forma normal hasta que el banquero decidió que era hora de
terminar la partida y se encontró con la oposición del sargento que decía:
Esta partida no se
puede terminar aun, porque yo se que a ustedes les gusta mucho jugar y como veo
que no quieren continuar aquí nos acompañan al cuartel donde continuarán con el
juego.
En principio los
jugadores creían que se trataba de una broma, aunque obligarles a acompañarles
al cuartel les parecía de muy mal gusto. Pero cuando encontraron un salón
preparado con mesa, tapete verde, baraja de cartas y suficientes sillas para
que todos tomaran asiento, la aparente amabilidad del sargento desconcertaba a
unas personas obligadas a jugar contra su voluntad. Y más aun cuando se les
impedía dejar de jugar cada vez que
querían hacerlo. El caso fue que aquellos jugadores, que muchas de las veces se
jugaban el dinero que necesitaban para alimentar su familia, hubieron de jugar
en el interior del cuartel hasta que el sol entraba por los cristales de las
ventanas. Y cuando finalmente se les permitió marchar, el sargento les hizo
saber que en aquel pueblo no se volvería a jugar el dinero mientras él
estuviera al frente del cuartel.
Al día siguiente
la noticia del obligado juego corría de
boca en boca como un reguero de pólvora y más aun cuando se supo que el dueño
del bar había recibido una misiva advirtiéndole que no se volvería a tolerar el
juego prohibido mientras el sargento Justo estuviera al frente de aquel
cuartel.
Días después la extraña
acción contra el juego seguía siendo comentada y más aun cuando, en una salida
rutinaria, el sargento hizo parar a un joven que sobre una bicicleta hacía
alardes de su habilidad al llevar las manos sobre el cuello para ordenarle que
aquella misma tarde llevara el manillar de la bicicleta al cuartel ya que daba
muestras de no necesitarlo.
No había pasado
una semana y la extraña, por no decir arbitraria, manera de imponer justicia
del sargento se extendía por la comarca dando lugar a diferentes versiones de
los hechos que cada uno adornaba como le parecía para contar a vecinos y
conocidos. Aunque, a pesar de la fama, lo cierto era que la singular estrategia
del sargento no había hecho nada más que comenzar por lo que la siguiente
acción le correspondió a los bailes sin autorización.
Siguiendo el
idéntico ritual que utilizara con los que practicaban el juego ilegal, les hizo
acompañarles al cuartel donde hubieron de bailar y bailar mientras les duraron
las fuerzas.
Pero uno de los
casos más nombrados y que produjo versiones para todos los gustos fue con uno
de los pastores de la familia de los “Cencerras” que se presentó al cuartel con
el obsequio de un hermoso cabrito que el
sargento recibió con normalidad, pero cuando aquel quería marcharse el sargento
le dijo: Ha de ocuparse de matar y descuartizar el cabrito y esperar a que mi
esposa lo cocine para comer.
Por consiguiente
el “Cencerras” hubo de hacer lo que el sargento le había dicho y esperar a que
fuera cocinado, pero cual fue su sorpresa que a la hora de comer sólo él se
sentara a la mesa por lo que reclamó que le acompañara el
sargento y su esposa, aunque el sargento inflexible le decía que la comida era
para él solo.
El pastor comenzó
a comer con la mala gana que producen las cosas contrarias a lo que uno
pretendía hacer, pero poco después se levantaba del asiento dando las gracias e
intentado despedirse y marchar, aunque el sargento intervino para decir:
¿Cómo se va a
marchar sin terminar la comida que mi esposa ha cocinado con tanto esmero?
El Cencerras sin
atreverse a contradecir al sargento se volvió a sentar y continuó comiendo
cuanto pudo hasta que llegado el momento en que no podía más se levantó del
asiento y se hincó de rodillas frente al sargento diciendo: Yo, mi sargento, no
como más porque no puedo y haga conmigo lo que quiera que siempre será mejor
que reventar de un atracón de comida.
El sargento
mostrándose comprensivo con la humillante actitud del pastor dijo a su esposa
que le acondicionara cuanto cabrito había quedado para que el pastor se lo
comiera cuando le viniera en gana ya que sería una lástima que se
desperdiciara.
A partir de aquel
día el nombre del sargento se propagó, no sólo por el pueblo, sino por toda La
Alpujarra y el orden se estableció por si mismo.
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