EL PODEROSO ACEQUIERO
= El Sr. Ricardo, la Señora que le
cuidaba y su conductor realizábamos uno de los viajes que tanto gustaban al
Jefe encontrándonos en aquellos momentos en Castellón, haciendo tiempo
para la hora de comer que habíamos de disfrutar
en el "Restaurante Falomir, situado en el Puerto.
¡Que buena temperatura disfrutamos
hoy! -djo Lura-
= ¡Qué diferencia de clima con otras
Comunidades que conforman España! -Respondió el Señor Ricardo-
- Por no ahondar en otras diferencias,
que son tantas que darían para hablar hasta no sabemos cuando y de las personas que
las poblamos, que somos el resultado de las invasiones de Íberos, Celtas,
Fenicios, Griegos, Cartagineses, Romanos, Bárbaros…con sus ideas, culturas,
conquistas, guerras, sumisiones, armisticios… Somos pues el subproducto de las
uniones de toda esa amalgama de personas.
= Tanto que nos une y tanto que nos
separa. ¿Cree usted que eso es malo?
- Pues según se quiera
mirar. Los hombres tenemos la virtud o el defecto de adaptarnos a las
situaciones fáciles y difíciles. Me explicaré:
Cuando vivíamos en la ley del palo y la
zanahoria, (entiéndase por la dictadura del General Franco) a callar mandaban,
aceptando la zanahoria por temor al palo. Y Cuando el Caudillo murió parecía
que nos quedaba la zanahoria y había desaparecido el palo, pero resultaba que
había unos señores de uniforme que seguían guardando el palo o mejor dicho el
sable, avisando de ello en el intento de "Golpe de Estado del 23 f ". En esta situación apareció la
prudencia diciendo: Vamos a ponernos de acuerdo para conseguir una constitución
de mínimos que nos proporcione más poder del que teníamos, que era poco, sin
disgustar a los del palo, perdón a los del sable.
El Tomás se nos pone trascendente y eso para mí es
aburrimiento –dijo Laura-
= No se preocupe que también se han de
comentar estas cosas. ¿Sabe usted que, en Cataluña y Las Vascongadas no están
conformes con la cuota de dinero y de mando que ellos administran? Así lo
publican los diarios. Y sus dirigentes lo recuerdan cada vez que tienen
oportunidad, diciendo que necesitan más autonomía y más recursos para mejorar
los servicios que prestan a los ciudadanos.
- Esto me recuerda una historia que se
contaba como verdadera allá por La Alpujarra de Granada (España) aunque para mi sólo se trataba de un
ingenioso cuento.
= Pues ya que lo recuerda ¿porqué no nos
lo cuenta?
- Es un cuento un poco largo y sobre todo
a Laura le aburrirá un poco.
Un cuento no tiene porqué ser aburrido,
lo que debería producir en nosotros es sueño porque la mayoría de los cuentos
se hicieron para hacer dormir a los niños –contestó la Laura-
- Pues allá voy y si resulta aburrido o
largo lo dejamos sin terminar ya que no se trata de algo necesario. El cuento
comienza así:
En una población de La Alpujarra granadina
había una comunidad de regantes que se habían dado o le habían impuesto, una
norma de conducta que consistía en que lo tocante al agua de riego decidía un
hombre poderoso, llamado "el Acequiero", armado con una escopeta de
caza, al que todos respetaban, unos por conveniencia y otros por miedo.
Sucedió que se presentó un invierno muy
lluvioso seguido de una primavera con más de lo mismo, lo cual era bueno porque
proporcionaba abundante reserva de agua en forma de nieve sobre las cumbres de
Sierra Nevada, pero también tenía su parte negativa al provocar corrimientos de
tierras que destruían las acequias y caminos.
Antes de que llegara la época de riegos
se repararon los destrozos lo mejor que se pudo, pero el poderoso Acequiero no
paraba de repetir aquel año se sembrara lo mínimo necesario, porque las acequia
como consecuencia de los corrimientos de tierras no garantizaba el transporte
del agua acostumbrada.
Sucedió que el Acequiero sufrió una
enfermedad de flebitis que en poco tiempo lo mandó al cementerio. Y
provisionalmente contrataron a otro acequiero, un hombre moderado que se
escuchaba a todos, pero le faltaba energía y respaldo para hacer cumplir lo que
creía necesario.
Así unos le decían:
Se han de aprovechar los buenos años de
agua para sembrar todos los campos y conseguir las cosechas que necesitamos y
merecemos.
El nuevo acequiero avisaba a todos con
buenas palabras:
La acequia no podrá aguantar llevando
tanta agua, pero los labradores insistían:
Necesitamos más agua para regar o ¿es
mejor que se deslice río abajo hasta perderse en la mar?
Viendo el cariz que tomaban las cosas se
reunieron los caciques del pueblo que resultaron ser los que sustentaban desde
la sombra la fuerza del fallecido Acequiero, el cual les compensaba permitiendo
que las fincas de su propiedad, que eran las mejores, dispusieran de más agua
de riego que las demás.
El acuerdo fue enviar una pareja de la
guardia civil con el aviso que si no cesaba la presión sobre el acequiero,
aquel sería sustituido por otro armado y apoyado por los guardias del uniforme
verde como garantes del orden y buenas costumbres.
El resultado fue que los labradores que
de buena fe pedían más y más agua para sus fincas se dijeron.
Vamos a respetar este acequiero y
conformarnos con el agua que él nos de y al mismo tiempo ayudarle ha hacer una
distribución de mínimos para no enfurecer a la guardia civil.
Se hizo un nuevo reglamento del agua que les
permitió compartir el agua que la acequia podía transportar. Aquel reglamento
permitió la distribución los recursos hídricos de manera tranquila muchos años
años. En aquel periodo de tiempo se cambió varias veces de acequiero, pero eso
sí, escogiendo entre los que solicitaban el cargo, por medio de una votación
realizada en la plaza de pueblo.
Como todo marchaba tan bien y la riqueza
y el progreso se instalaron en el pueblo, no paraban de llegar personas de
otros lugares a instalarse allí y, aunque la Guardia Civil, que ya no gastaba
su tiempo amenazando al acequiero de turno, se esforzaba en impedir la entrada
de los que seguían llegando, lo cierto era que cada vez había más personas para
trabajar los campos y, aunque muchos de los llegados no conseguían un trabajo
justamente remunerado y una vivienda digna, se conformaban pensando que aquello
era mejor que lo que habían dejado.
Todo iba tan bien que las fincas y las
cortijadas tenían cada vez más poder. Se les aconsejaba, aunque no se les
imponían lo más conveniente a sembrar, se les compensaba incluso por dejar
algunos campos en barbecho para evitar los excedentes y poder así mantener unos
precios políticamente correctos. Hasta se hacían seguros contra las heladas,
sequías y otras plagas. Había establecido un mecanismo por el cual los que
disponían de las tierras más fértiles habían de aportar mayor cantidad a un fondo
de solidaridad, cuya distribución había de favorecer a los que ocupaban las
tierras menos productivas. Todos podían decir lo que creían conveniente sin
temor a represalias. Aquello era demasiado bueno para ser real, pero lo era. Aunque
claro, la abundancia también cansa y los dueños de las mejores fincas empezaron
a decir que ellos pagaban demasiado. Que si los cortijeros del sur eran unos
vagos. Que se habían de cambiar las normas por otras más justas. Algunas
cortijadas a través de su representante pedían más poder para decidir lo que
les convenía o no les convenía sembrar y repetían una y otra vez: El acequiero
no distribuye el agua con justicia. Nosotros pagamos más de lo que recibimos
del fondo de solidaridad. Hemos de tener más autonomía.
Las múltiples reuniones para pactar
nuevos sistemas de distribución de poder y aportaciones al fondo común no
conseguían acuerdo alguno. Y en otros asuntos también había discrepancias.
Mientras unos proponían que se había de prescindir de la Guardia Civil, otros proponían
legalizar las patrullas de agricultores porque a una familia le habían robado
un caballo.
Como era tan difícil conseguir acuerdos,
las cortijadas más ricas decidieron declararse independientes y no respetar las
decisiones de las autoridades del pueblo ni de la Hermandad de Labradores,
dejando de pagar los tributos y las
aportaciones al fondo de solidaridad. El disgusto generalizado se instaló en el
pueblo y los vecinos empezaron por dejar de hablarse para más adelante comenzar
a insultarse. Proliferaban los populistas que soliviantaban a la gente. Los más
poderosos nombraron patrullas para su defensa y obligaban al acequiero a
recargar de agua la acequia con el consiguiente peligro de quiebras y roturas.
Y en tanto ¿Qué hacían los que les había tocado perder con la nueva situación?
El nerviosismo se iba instalando en ellos, discutían acaloradamente en las
tabernas y hacían pequeños sabotajes.
La situación terminó por hacerse
insostenible, raro era el día que no hubiera peleas. El médico del pueblo se
hizo especialista en la cura de golpes y magulladuras, hasta que un desgraciado
y luctuoso hecho complicó más las cosas.
Se trataba de la muerte de un muchacho en una discusión de celos por una guapa
joven a la que muchos deseaban. Le siguió una paliza a varios de los jóvenes
que, se decía, habían apoyado al agresor que permanecía a buen recaudo en la
cárcel del pueblo.
Con este desgraciado hecho se instaló un
clima de violencia llegando hasta la
quema de cosechas, pero el peor de todos los males fue la rotura de la acequia
una noche del mes de julio. La voladura fue tal que se tardaron dos semanas en
reparar los destrozos, tiempo suficiente, en verano, para deteriorar las
cosechas.
Pues no sabía yo que el Tomás fuera
también contador de cuentos –dijo Laura-
= Yo espero y deseo que en España, en
este País como dicen los que no quieren pronunciar su nombre, no suceda nunca
lo del cuento que nos ha contado Tomás.
El Tomás sabe muchas cosas ¿verdad? -dijo
Laura-
= Tomás sabe lo que sabe y cada uno
sabemos lo que hemos aprendido, aunque no es suficiente saber si no entendemos
lo que dicen los otros.
Según usted yo sólo se cocinar.
= Pues claro que cocina muy bien. Y ¿eso
es malo?
No es que sea malo, pero me gustaría
dejar de ser la tonta de los fogones.
= Bueno dejémoslo aquí y marchemos a
tomarnos la comida que nos espera que habéis de saber que se trata de: Gambas
cocidas y a la plancha cuantas se quiera, después berenjenas rellenas, arroz a
la banda, bebida y frutas variadas.
Y ¿Quien se come todo eso? -dijo Laura-
= Esas
son las cosas que nos van a poner por 4.000 pesetas cada uno, pero no
tenemos la obligación de comerlo todo.
Otra vez me toma por tonta como siempre.