viernes, febrero 20, 2015

APORTACIONES DE LA FAMILIA AL EJÉRCITO ESPAÑOL


No sé desde cuando existe el Ejército Español obligatorio, equipado y organizado por el Estado; lo que si sé es que mi abuelo materno,    José Cifuentes Nevot,  descendiente de   gallegos  que  entre 1870 y 1871 habían repoblado  Capileira, (en La Alpujarra de Granada) fue enviado como soldado de reemplazo a   la Colonia  Caribeña de Cuba.
Mi hermano José militó, como soldado de infantería, en la Guerra Civil Española (1936-1939) en el bando de  los  Nacionales, participando en el acoso y toma de Madrid y escuchado gritar a los hambrientos madrileños: "Viva Franco que nos trae el pan blanco". Hemos de recordar que Madrid había estado sitiado y desabastecido y que, como en toda España, había personas con ideas de uno y otro lado de las balas. Nos contaba mi hermano que aquel mismo día llegaron cargamentos de harina y al día siguiente había pan  en todas las panaderías.
Los ganadores de la guerra con el general Franco al frente decidieron que gran parte de quienes habían participado en la Guerra, mi hermano Pepe entre ellos, habían  de permanecer tres años más, sirviendo a La Patria, para consolidar la victoria y repeler una invasión extranjera si llegaba a producirse. Gran  parte de esos años, mi hermano Pepe, los pasó en Orense haciendo de asistente de un capitán del que le quedaron  muy buenos recuerdos.
Pasados aquellos años volvió a casa acompañado de la disciplina militar que había practicado durante seis largos años,  cual era 
complicado conciliar con una vida  normal fuera del Ejército.

        Alfonso
Mi hermano Alfonso dedicó tres años como soldado de caballería, (desde 1945 á 1948) al Ejército de España, en Colmenar Viejo de Madrid todo el tiempo, pasando tanta hambre (sobre todo el 1945) que al volver a casa de permiso y al hacer comidas normales cayó enfermo porque su organismo, acostumbrado a comer tan poco, había perdido la capacidad de digerir los alimentos.



Alfonso Martín Cifuentes



Mi hermano Antonio,  como soldado de Esquiadores y Escaladores 
de Montaña       participó  en el Ejército Español unos treinta meses en Jaca y Candanchú de Huesca donde, más que esquiar, cuidaban 
mulos para el transporte de material de guerra. Y, aunque parezca mentira, ya se vendía parte de la cebada destinada a pienso de los animales de carga.   

Antonio Martín Cifuentes
 
Yo, el que escribe, Tomás Martín Cifuentes, el año 1956, estaba próximo a incorporarme a filas cuando nos visitó un Comandante del Ejército del Aire, hijo de una hermana de mi padre, al que le comentaron que estaba esperando el sorteo para saber donde haría la mili. El primo Antonio nos dijo:  ¿por qué no se le había dicho antes y hubiera pasado la mili (en Almilla de Granada) donde él estaba? pero que, a pesar de ser tan tarde, trataría de que fuera a un buen Cuerpo.

Unos días después recibimos una carta  del primo Antonio diciendo que haría la Mili en el 5º. Grupo de Automóviles con sede en Zaragoza.

Aquel hecho fue determinante para que el camino que yo he recorrido pudiera realizarse, porque allí tomé contacto con los camiones que hasta aquel momento ni siquiera había pensado en ellos.

Como militar en Automovilismo pasé 15 meses comenzando por el desplazamiento desde Granada en un tren con asientos de madera con las maletas que todos llevábamos ocupando el puesto donde habrían de estar nuestros pies. En aquella posición pasamos toda la noche haciendo el recorrido hasta Moreda donde nos hicieron bajar para tomar agua caliente manchada con torrefacto y leche. El jefe de la expedición nos insistía que tomáramos aquello caliente que nos vendría bien, pero los reclutas teníamos el recuerdo de la comida de casa y lo que había en nuestra maleta. La  mía era de madera y había acompañado a todos mis hermanos en sus años de militar.

Volvimos al tren, en la situación antes descrita, donde tuvimos que  aguantar, un día y una noche más, hasta vernos en el cuartel de Zaragoza con la misma escena de la perola con agua caliente manchada.   

El 5º. Grupo de Automóviles estaba situado al lado de río Ebro, junto al emblemático puente de Hierro  y yo fui destinado a una compañía separada en el barrio Del Arraval.

Nada más llegar nos entregaron el uniforme color caqui de una sola talla sin tener en cuenta que habíamos personas de diferente altura y grosor.


 Tomás metido en un mono que le venía grande

Por la noche nos hicieron formar para hacer el recuento y como éramos 99, al sargento se le ocurrió hacer un poco de gracia diciendo:  "Volaban por el Pilar una banda de palomas y un gavilán  que estaba vigilando desde una de las Torres  dijo  "Banda de las cien palomas". Y una de ellas le contestó: Con estas, otras tantas como esta, la mitad de estas, la cuarta parte de estas y usted señor gavilán suman el ciento cabal.
Ahora el que lo sepa, -dijo el sargento- que pase a mi despacho.
Unos minutos después me encontraba en el despacho del sargento para descifrar el problema de las palomas y el gavilán.
Al día siguiente nos pusieron una inyección en la espalda (se decía para quitarnos los escrúpulos sobre la comida) y la reacción de malestar y la fiebre  que provocó en nosotros que, la mayoría, al toque de diana permanecimos el la cama . Yo fui  uno de los que permaneció en la cama y tampoco acudí a desayunar. Estábamos adormilados en  las literas hasta que, a media mañana, entró el  sargento con el cinto en la mano diciendo: ¡Qué lástima de mis chicos que están malitos! mientras repartía golpes de correa  a diestro y siniestro, en tanto que los enfermos saltábamos y corríamos como lo suelen hacer  los jóvenes veinteañeros. 

 Unos días después me prohibieron salir de paseo por no haberme afeitado, cuando la verdad era que no me afeitaba nunca ya que aún no me había salido la barba.

Otro de los días nos mandan formar a media mañana y una vez en fila aparece el teniente para decir: Necesitamos voluntarios para Zapadores Ferroviarios. La contestación fue el absoluto silencio.
Como nadie salía de la fila, el teniente se acercó hasta donde estaba el capitán que le decía en voz baja, aunque no impedían que mi fino oído pudiera escuchar: Hay que proponerles. Y acercándose a nosotros comenzó a decir:

 No me acabo de creer lo que está sucediendo. Les ofrecen poder trasladarse a Madrid para ponerse ese uniforme que lleva un trenecito en la solapa con la posibilidad de quedarse después a trabajar en una Empresa llamada Renfe y ustedes ni se lo piensan.

En aquellos momentos comenzaron a salir voluntarios mientras el capitán seguía ablando y hablando hasta que el goteo de voluntarios dejó de producirse. Momento en que dijo al teniente: Los que faltan de delante, detrás y del centro. Con el mandato del capitán, el teniente tomó de los últimos, de los  primeros y cuantos faltaban del centro. Así quedó solventado el tema.  

Una semana después nos llevaron al Campamento San Gregorio para hacer prácticas  de conducir camiones y la segunda noche, los instructores ordenaron que todos habíamos de ir a la cocina a pelar patatas pero algunos, entre los que me encontraba yo, nos escondimos bajo las tablas sobre los que se extendía un colchón de paja remolida para dormir.

Poco después, desde mi escondrijo, escuchaba como, los instructores  se dedicaban a saquear maletas de los reclutas que  habían enviado a pelar  patatas.

Otra de las cosas que sucedían en el Campamento era que desaparecían las cucharas y los gorros. Con el problema añadido que para comer se necesitaban cucharas y para formar se había de tener el gorro puesto. Eso  obligaba a comprar a los mismos que los robaban. Y claro, a mi me tocaba  comprar gorros una semana sí y otra también. Y ante mis quejas y lamentos me decían que me hiciera con  gorros de otros. O sea que en vez de comprar los robara. Y oído y hecho, con tan mala fortuna que el perjudicado acudió al capitán que nos volvió a formar para que aquel individuo revisara los gorros de todos uno por uno, con tan mala fortuna que yo tenía sobre mi cabeza el gorro robado y marcado por dentro con su  nombre. El capitán me obligó a devolver el gorro, aunque sin ningún otro arresto.

Para poder comer  habíamos de formar equipos de cinco personas que nos poníamos en  las cinco  filas  para juntarnos después a repartir entre  los cinco la comida que habíamos recogido cada uno.
Grupo de cinco repartiendo comida. Los cuatro que yo acompañaba era malagueños.

Todo seguía dentro de la normalidad de un Campamento Militar preparando conductores para sus vehículos motorizados. Y mira por donde me sucedió lo que  no hubiera querido que sucediera: la rotura del cúbito del brazo izquierdo.

¿Por qué tenía que poner tanta intensidad en un juego, como era un partido de fútbol, con el solo objetivo de pasárnoslo bien? Sencillamente por actuar de manera  inconsciente. Ya era la segunda vez que me producía una lesión en un partidillo de fútbol. 

La primera me había producido una rotura y luxación del codo derecho de la que me dejó secuelas de por vida. y ahora, como poco, me impediría  seguir haciendo prácticas de conducir y allí estaba el capitán para decir: ¡Muchacho el Curso te lo has jugado!    Era el mismo capitán que, en Moreda primero y  en Zaragoza después, nos animaba a beber aquel brebaje caliente. Y también el mismo que  en el Arrabal nos proponía  marchar voluntarios a Zapadores Ferroviarios. 
Desde siempre, mi vida había sido accidentada. Las lesiones por caídas eran una constante: heridas en la cara , en la cabeza, golpes y magulladuras en todo el cuerpo. Mis padres y hermanos sufrían por mis caídas y hasta por mi vida, la cual había estado a la escucha de un impulso espontaneo para lanzarme  a la consecución del  objetivo vislumbrado. Como un camicace, sin valorar un solo segundo los pros y los contras que ello presentaba. Y ahora acababa de jugarme el curso de conducir.

Poco después me llevaron a la enfermería del Cuartel, en Zaragoza, y a esperar sentado. Fue una espera larga sin ningún tipo de información y después al Hospital Militar donde me ordenaron que esperara en una sala grande,  completa de camas, y a la 9 de la noche, una persona me dijo, esta es su cama. señalando una de las que llenaban la sala.

Durante el día a nadie se le había ocurrido pensar que yo estaba todo el día sin comer y en  ayunas me tuve que  meter en la cama.

Tuvieron que pasar siete días para que me enyesaran  el cúbito del brazo izquierdo.
   


Durante 37 días  permanecí con la muñeca izquierda enyesada hasta recibir el alta que me devolvió al Campamento con 15 días de convalecencia. Pero nada más llegar me entregaron todas mis cosas, mosquetón incluido para a continuación comunicarme que me preparara porque terminaba el Campamento y habíamos de regresar a Zaragoza.

Yo estaba convaleciente pero nadie me escuchaba, aunque si me decían: "Si no se espabila los camiones se marchan sin usted." Y tuve que desplazarme  hasta con el colchón.

 Una vez en el cuartel nadie se acordó de mi convalecencia y  me destinaron a suministrar carburante a los vehículos y controlar sus recorridos y consumo, juntamente con otro compañero.

No había conseguido el carnet de conducir pero se me brindaba la posibilidad de hacer prácticas manteniendo una buena relación con los conductores a que había de suministrar la gasolina. Los que habían de venir a nuestro despacho, bien con un vale, una autorización o una petición de carburante y, como tenía buena relación con la mayoría de ellos, me permitían conducir el vehículo hasta el surtidor y regreso. Y no solo eso sino que les acompañaba a por alfalfa para las vacas que teníamos en el cuartel, aunque su leche se la llevaban cada día los asistentes a las casas de los Jefes.

La relación con los oficiales de guardia y el Comandante Mayor, al que habíamos de presentar cada día los servicios  efectuados por los vehículos del 5º. Grupo, el consumo de combustible   y la numeración de los surtidores, me dieron confianza.
Tomás es el que tiene un punto sobre su cabeza
El trabajo que habíamos de realizar entre los dos lo hacía yo solo, y el compañero marchaba a trabajar fuera y me compensaba con 50 pesetas a la semana. 

Y, como había sido una constante en mi vida, asumía riesgos y hacía partícipes de ellos a quienes me dejaban conducir el vehículo a su cargo.

 Uno de aquellos días me disponía a iniciar la marcha con un   vehículo y varios compañeros me lo impedían al sujetarlo con su fuerza por la parte trasera y no se me ocurre otra que pone la marcha atrás. Ellos se apartaron pero el comandante que llegaba con su coche tuvo  que hacer un giro brusco para librarse del golpe. Por aquello fui condenado a 8 días de calabozo que no cumplí porque los oficiales intercedieron por m, diciendo que no podían prescindir de mis servicios.

Mi hijo, Antonio Martín Ruiz, entregó algo más de un año al Servicio  Militar, todo el tiempo en el Campamento de San Clemente de Sasebas, provincia de Girona, porque así lo decidieron los responsables de la administración de cocina.

Quiero dejar constancia que mi hijo, igual que me ocurriera a mi en su día, también se rompió una muñeca jugando al fútbol, lo que le obligó a permanecer un mes en el Hospital Militar de Barcelona.  


 Antonio Martín Ruiz está entre todos estos soldados

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